Tras muchos años de experiencia en el modelo de inmersión lingüística (modelo D de la escuela pública e ikastolas) nos parece natural que niños y niñas aprendan un idioma que desconocen al escolarizarse, que interioricen las capacidades y contenidos educativos en ese idioma y que además sean capaces de desarrollar esas capacidades también en su primera lengua, sin perjuicio de adquirir, a partir del momento educativo adecuado, capacidades comunicativas en un tercer idioma.
Pero detrás de lo que nos parece tan normal existe lo que los pedagogos[1] llaman la “transferencia entre lenguas” que sucede gracias a la “capacidad de comunicación común”, y que explica la forma en la que aprende el cerebro infantil bilingüe en el ámbito académico.
Los pedagogos utilizan la metáfora del iceberg de dos puntas o dos cabezas (o tantas puntas como lenguas se sepan). Así, las capacidades comunicativas que el niño o niña bilingüe adquiere van a la zona común situada en la parte sumergida, la parte que no vemos. Ahí todo está conectado y dispuesto a salir a la superficie por un canal u otro, por un idioma u otro, según lo que el hablante necesite en cada situación.
Un ejemplo es que en el modelo D se aprende a leer en euskera, pero los y las alumnas no tienen que volver a adquirir la capacidad lectora en castellano. La competencia lectora es común (está en la zona sumergida) por lo que puede ser utilizada por el cerebro en cualquier idioma que se sepa. Pasa lo mismo con la capacidad de entender un problema de mates o la destreza para hacer esquemas, por poner otros ejemplos. Las lenguas que se sitúan por encima de la superficie del iceberg pueden cambiar, pero las capacidades cognitivas son comunes, porque el cerebro sabe hacer transferencia entre lenguas.
Comprender cómo funcionan estos mecanismos de aprendizaje es interesante, por ejemplo, cuando después de haber estudiado o trabajado siempre en una lengua nos toca hacerlo en otra de las que ya sabemos. Durante un tiempo necesitaremos acostumbrarnos al vocabulario específico de la materia en cuestión (ser conscientes de ese proceso nos ayudará a hacerlo), pero, una vez superada la fase de adaptación, desarrollaremos nuestras capacidades en la otra lengua de estudio o trabajo sin mayor problema.
Está claro que alimentar las capacidades comunicativas comunes es algo que todas las familias pueden hacer, sean cuales sean sus características lingüísticas: cantar y leer juntos, contarnos las cosas que nos han pasado a lo largo del día y hablar sobre todo lo que se nos ocurra. Con esas acciones tan sencillas en nuestra lengua habitual se afianza el andamiaje necesario para un desarrollo posterior del resto de lenguas.
Pero, para entender bien la metáfora del iceberg, hay que tener en cuenta un último aspecto. La parte que sobresale del agua (la de las lenguas que sabemos), tendrá una imagen equilibrada si se consigue un tiempo de exposición suficiente a esas lenguas. Si una lengua no tiene suficiente exposición, su cima casi no sobresaldrá del agua. Por eso, en el caso del euskera, las familias tienen una función imprescindible en todo este proceso: ofrecer a sus hijos e hijas espacios de uso lo más amplios posibles, sobre todo en las actividades culturales y de tiempo libre, como complemento fundamental a los aprendizajes, que gracias a la transferencia de lenguas, el modelo de inmersión lingüística consigue en la escuela.
[1]Esta explicación se basa en el trabajo del pedagogo Jim Cummins.
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